sábado, 29 de junio de 2013

El plan de pensiones.

Se lanzó al vacío desde el balcón del séptimo C, dejando atrás un piso hipotecado que no podía pagar y una biblioteca repleta de libros sin leer. Tenía dos planes de pensiones, uno fatalmente reinvertido en acciones preferentes de un conocido banco intervenido y otro que descansaba en los anaqueles del salón, junto al butacón de piel negra y la lámpara de pie. Grandes Autores de la Lengua Española. Obras Completas.
30 años mirando los volúmenes cuidadosamente encuadernados, recreándose en la ansiada jubilación, en los momentos de inmensa felicidad que sabía le reportarían esas lecturas, una vez fuese dueño de las 24 horas de un día que hoy no le pertenecían. Se equivocó, ahora lo sabe. Debe estar justo a la altura del quinto, porque acaba de ver, como en un fotograma, a la vecina del quinto C tendiendo una camisa roja. La vecina del quinto C y una camisa roja. Eso es la vida. Ahora daría lo que fuese por poderse agarrar eternamente a esa imagen; a esa camisa roja y a ese rostro en el cual todavía su propietaria desconoce la sorpresa que refleja. Siempre pensó que los suicidas se desmayaban antes de llegar al suelo, que la adrenalina corriendo revoltosa por las venas le desharía el nudo que últimamente se había cobijado en el lugar exacto en el que se practican las traqueotomías, pero no era así, ahora lo sabía. Y no podría legarle su descubrimiento a nadie. Eso apretó aún más el nudo. Por desgracia, en lo referente al tiempo, estaba en lo cierto; el tiempo no es que se detuviese, es que no existía. No había horas, minutos, ni segundos. El tiempo sólo existe en nuestro reloj de pulsera dijo el genio de Ulm mientras su cabeza despeinada se mezclaba con la cara de la vecina del quinto C y con la camisa roja. Esto es una locura pensó. Sentía como el aire penetraba caliente entre sus dedos, un aire en el que descubrió matices hasta entonces imposibles de percibir. Podía sentir el olor a césped recién cortado del parque situado a 20 minutos de su casa, y el olor de la panadería del numero 27 de su misma calle, y también, cómo no, el olor del contenedor situado en la acera de enfrente, pero no le pareció un olor especialmente desagradable, podría decir que era tan desagradable como pudiera serlo el olor a mierda fresca de vaca en cualquier paseo campestre. La vecina del quinto C. Una camisa roja. Albert Einstein. Mierda fresca de vaca. Esto y un número incontable de pensamientos más era ahora su vida. Su vida era la distancia que le separaba del suelo. Y pensó incluso en calcularla. La distancia, calculada para un cuerpo en caída libre, es igual a un medio de la aceleración por el tiempo al cuadrado. La aceleración es g; g son 9,8 metros por segundo al cuadrado. Pero ¿Y el tiempo? Si el tiempo no existe ¿La distancia es infinita? Sabía que no era así y que si reunía el valor suficiente como para mirar hacia abajo ratificaría que entre todas las palabras que en la caída habían venido conformando en su mente la palabra vida, infinita no tenía cabida entre ellas.  Miró abajo. Gris. Un gris cada vez con más matices. Un gris liso en un primer momento, pero que se fue volviendo rugoso; una colilla, una hoja de un plátano de sombra a medio secar. Una hoja de plátano de sombra a medio secar. Un ruido sordo. Hueco.




El nudo ya no estaba. Abrió los ojos asustado. Miró las palmas húmedas de unas manos que le costó reconocer como propias. Una corriente de aire le hizo mirar a su izquierda, donde unas cortinas translucidas bailaban al ritmo marcado por la ligera brisa de la tarde. Todo estaba ahora en su lugar. Todo menos un volumen que se encontraba caído a sus pies. Un ruido sordo.
Se inclinó para recogerlo. Se puso costosamente en pie y con sumo cuidado depositó el libro sobre el asiento del butacón. Dio los dos pasos que le separaban de la ventana y sin mirar al exterior la cerró para seguidamente acercarse a una vieja librería y extraer un cuaderno de anillas en el que con un pequeño lápiz verde añadió a una lista que ya ocupaba varias páginas por ambas caras las palabras: Vecina del quinto C. Camisa roja.  Albert Einstein. Mierda fresca de vaca. Una hoja de plátano de sombra a medio secar.
Cerró el cuaderno y lo devolvió a su lugar. La Vida, había escrito años atrás en sus pastas, cuando comenzaron las pesadillas. La primera fue la noche posterior a la ejecución del desahucio. Lo recuerda como si fuera ahora. El sonido insistente del timbre. La comisión judicial al otro lado de la puerta. Él en medio del salón. La puerta del balcón abierta y otras cortinas bailando al mismo son que hace tan sólo unos segundos bailaban estas otras, quizá empujadas por una brisa, abuela de ésta que hoy le despejó. Miró atrás. Cree que ahí estuvo la clave. Estaba decidido pero miró atrás. El timbre seguía sonando. Recuerda mirar la librería de izquierda a derecha, barrerla con los ojos, queriendo en el poco tiempo del que disponía leer todos los volúmenes que había venido coleccionando. Sabía que era imposible. Paseó el dedo índice de la mano derecha por encima del lomo de cada uno de los libros, sintiendo la ondulación que se producía al pasar de unos a otros. El dedo se detuvo. Y por esas casualidades del destino, el sonido del timbre también cesó, o tal vez había cesado instantes antes, pero él no lo había notado, abstraído como estaba paseando de izquierda a derecha de la librería con el dedo índice pegado a los lomos de los volúmenes. Extrajo el libro sobre el que se había detenido aquel dedo que parecía poseer criterio propio y leyó el primer párrafo.

« ¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua. Y era tan natural cruzar la calle, subir los peldaños del puente, entrar en su delgada cintura y acercarme a la Maga que sonreía sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas, y que la gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo de dentífrico.»

La comisión judicial lo encontró sereno, sentado en el butacón negro, enfrascado en la lectura de un grueso libro en el que en su portada aparecía un hombre con barba negra y mirada felina.

Lo mira ahora, años después. Mira su dedo -el mismo que se detuvo en aquel libro después de haber pasado por encima de otros- girando la muñeca para poderlo observar desde todos los ángulos. Dice gracias. Pero nadie puede saber si se lo dice al dedo o si se lo dice a la librería o si se lo dice al hombre con ojos de gato o si se lo dice a un tiempo y un orden que en realidad no existen. Qué importa. Digamos de él que es un hombre agradecido porque puede seguir rellenando con palabras un cuaderno en el que en su pasta un día escribió, con un rotulador indeleble negro y pulso firme, La Vida.


viernes, 28 de septiembre de 2012

Días de lluvia

Sucede que a veces el cielo llora las lágrimas que ya no lloramos los humanos. Sucede, sólo a veces, que esas lágrimas acumuladas se llevan la vida inocente de una persona en la otra punta del país, o del mundo, lo cual viene a ocurrir del orden de diez veces más a menudo que el "a veces" nacional. Cosas de lágrimas, siempre tan mal repartidas. Lloramos poco y el cielo lo sabe. Por eso los días de lluvia, para la gente que  no llora, son días tristes, días grises los llaman; la lluvia les trae el recuerdo lejano de algo, no saben muy bien el qué, que echan en falta. Una ausencia. Un nudo en el estómago, que les amarra a la cama; por el contrario, para quienes lloramos a menudo, los días de lluvia son una bendición en la que verse arropado. Nos reconocemos al segundo en el reflejo de cristales salpicados, vemos la lluvia caer al otro lado de la ventana y sentimos la insana tentación de salir a la calle y dejar que las lágrimas que otros no derramaron vengan a parar a nuestros hombros; qué lugar si no, más propicio, para el descanso de tus lágrimas.
Vengo de la calle, tiritando, mojado de lágrimas y vacio de suspiros, a contarte, con estas lágrimas que tu crees letras, que llorar y los días de lluvia, no tienen porqué ser malos.
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sábado, 14 de julio de 2012

Un resbalón y después nada

   Un resbalón. Uno de esos en que siempre sabes que en el último momento podrás aferrarte a algo para evitar la catástrofe, la vergüenza; de esos que estás cayendo y te dices con media sonrisa en la cara: hay que ver que torpe. Que nadie me haya visto.
   Un resbalón y después nada. Silencio. La vida es puro ruido entre dos insondables silencios, dice Isabel Allende en Paula.
   No hay lugar al que aferrarse entre la mampara de la ducha y los húmedos azulejos del baño. Y así te quedas para la eternidad, con esa sonrisa estúpida en los labios que dice, que torpe soy, que vergüenza, y que más tarde alguien, alguien que sin duda te quiso demasiado, evocará para decir que te fuiste de este ingrato mundo siendo feliz. Adornos, mentiras. El cuerpo aún caliente grotescamente contorsionado, la cabeza inerte ladeada hacia la derecha, los brazos exangües alzados por encima del tronco, apoyados ligeramente en los laterales de la bañera, los dedos encogidos y ya ligeramente arrugados, y las piernas levemente flexionadas al contacto con la pared inferior de la bañera. Esta es la visión que tendrá quien te encuentre, visión que le acompañará el resto de sus días. Recuerdo la primera vez que vi y toqué un muerto, tenía 19 años y para mi sorpresa no me supuso ningún trauma, más bien todo lo contrario, fue una lección magistral, un último regalo de esa persona que como ahora ocurre conmigo estaba pero ya no estaba allí. Pude sentir la piel extrañamente suave y fresca de sus manos, pude ver en su rostro relajado la mirada vacua de quien ve más allá de ti y del tiempo, sentir el peso ingente de su cuerpo... Aprendí que lo que llamamos vivir es sinónimo de estar muriendo.
   Siempre pensé que la muerte era, en el mejor de los casos, un segundo de intensísimo dolor que nuestro sistema al completo es incapaz de soportar. La muerte no es otra cosa que la rendición de nuestro cuerpo frente al dolor. Ahora sé que estaba en lo cierto, y lo sé porque ahora mismo estoy muerto, basta con que tú que ahora lees me creas para que así sea. ¿No es maravillosa la literatura?
   Y mi alma, que no flota, se va por el sumidero entre nubes de espuma y vino rosado, para acabar como todas las almas habidas y por haber navegando las negras aguas del Aqueronte, sin moneda en el bolsillo que ofrecer a Caronte pues ni bolsillos lleva.
   Y el agua que sigue corriendo, mezclándose con la sangre que sale de mi oído; y el gas quemándose en la caldera, pero ya no importa porque ya no hay una factura que pagar,  ni crisis, ni políticos corruptos, ni injusticias sociales, ni un trabajo al que acudir de mala gana. Ya no hay nada. Dicen que somos aquello que hacemos, pero a mi me gusta darle la vuelta a las cosas y pensar que somos aquello que no hemos hecho; somos fruto de ese viaje que no hicimos y en el que perdimos la ocasión de conocer a personas increíblemente diferentes a lo que somos, somos el libro que no leímos así como el que no escribimos y ya nadie podrá leer. Somos, en resumidas cuentas, lo que quedó de todo aquello a lo que un día renunciamos.
   En la cocina suena impaciente el timbre del portero automático, mientras fuera una cartera bajita y alegre espera paquete en mano recibir una firma que ya no existe. Pasado el tiempo de cortesía justo y necesario, ni un segundo más ni uno menos, da media vuelta y tirando de su carrito amarillo se aleja. Se volverá a los pocos pasos para responder al saludo de Ana, la portera, que desde el numero dieciséis la llama por su nombre. Mañana hablamos Ana, que mira como voy todavía, dice señalando el carrito del que sobresalen algunas cartas. Mañana, ahora desde tu bañera ya lo sabes, es como decir nunca pero ellas aún no lo saben. Pocos lo saben. 

 







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sábado, 14 de abril de 2012

El pequeño lápiz verde.


El pequeño lápiz verde no está en el escritorio. Es lo primero que me dijo el hombre que tengo ahora a mi lado postrado en una cama, escritor de profesión, el día que decidió dejar de escribir. Se llama Juan Herrera Gistau, un servidor es su editor, Carlos Castañeda Iñárritu, de Ediciones Iñárritu.
Juan tiene 73 años y todos, incluido él, sabemos que no cumplirá los 74. Dejó de escribir poco después de cumplir los 32  y aunque parezca mentira, hasta el día de hoy ha vivido de sus libros, y puestos a contarlo todo, nada mal; libros que de algún modo, también son mios. Desde aquella llamada telefónica anunciándome la para él fatal desaparición, he sido su editor y su negro, como vulgarmente se denomina en el mundo literario a aquel que escribe en provecho y lucimiento de otro de mayor renombre o prestigio, que sólo pone la firma. No se escandalicen, no es nada nuevo en el negocio de la escritura, por poner un ejemplo de suficiente peso, Alejandro Dumas padre es considerado uno de los mayores negrièrs de la literatura teniendo a su servicio a un considerable número de nègres, entre los que podría destarcase a Auguste Maquet o Gèrard de Nerval.
Juan por aquel entonces ya tenía un nombre en el mundillo literario, era nuestro escritor estrella, le habíamos publicado tres novelas y todas habían tenido gran aceptación. No era un best seller, pues nunca fue esa su pretensión, pero era un escritor extraordinario, un diamante en bruto que en Ediciones Iñárritu nos dispusimos a pulir y a “explotar”. Al principio pensé que sería algo pasajero, excentricidades propias del genio que era, no creí que pudiese vivir sin escribir, era su vida, siempre lo había dicho. Pensé que quizás desde la editorial le habíamos exigido demasiado y le plantee que se tomase un año sabático.
-No lo entiendes- me dijo. -No voy a escribir más. Lo dejo. No se trata de tiempo, se trata de capacidad. No me siento capaz. Todo lo que he escrito medianamente decente hasta el día de hoy lo había escrito con ese lapicero. En él estaban todas las ideas habidas y por haber, ese lapicero tenía en su interior todas las grandes ideas que podría haber escrito en la vida, como el recien nacido tiene en las encias lo que serán sus futuros dientes.
- ¡Vamos Juan, no dramatices! Puedo entender que estés atravesando un bajón creativo, que te haya abandonado por unos instantes la inspiración, o incluso que ya no le encuentres alicientes a esto de escribir. ¡Pero no me jodas! ¡Que era un lapicero! ¡Un simple lapicero! Dime la marca y modelo y mañana te mando 200.
Me miró primero incrédulo y luego airado.
-¡No tienes ni puta idea de lo que es escribir un libro! Vives rodeado de ellos pero no eres consciente de lo que cuesta escribir un párrafo. De lo que cuesta encontrar la herramienta que escarbe dentro de ti para sacar a flote una novela que venda lo suficiente como para darnos de comer a mi, a ti y a los tuyos. ¡No lo entenderás nunca!

Dio media vuelta y se fue. No me contestó al teléfono ni aceptó entrevistarse con nadie de la editorial en los dos años siguientes.
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viernes, 30 de marzo de 2012

El Yonatan, la Jessi, sus primos y la madre que los parió a todos (y todas)

Vengo de leer al Reverte, así que espero que no me lo tengáis muy en cuenta.
El muy hijo de la grandísima puta tiene la virtud de encabronarme conmigo mismo y con mi especie al tiempo que me afila la sonrisa en la comisura de los ojos (sí, en la comisura de los ojos, licencia poética o como coño quieras llamarlo, el que está escribiendo soy yo). Es un grande, entre otras cosas, porque me despierta tanta envidia que me empuja a escribir estas mierdas, sabedor de que no soy digno ni de lustrarle los zapatos.
El caso es que me he leído El Yonatan y la Jessi y joder, he pensado, otra vez el cabrón se me ha adelantado. Ayer fue 29M, ya sabéis, huelga general, piquetes, reforma laboral... la polla en verso, vamos.
Y este que escribe, pringado donde los haya, currando, cumpliendo servicios mínimos pero currando, y casi con la total y amarga certeza de que si los servicios no fuesen mínimos habría estado esquiroleando como el cobarde que es. Tenemos lo que nos merecemos.
Pero no era este el tema del que venía a hablar.
El caso es que cuando volvía a casa después del curro, curro de mierda ya ustedes saben, de esos que a final de mes rezas sin ser creyente para que la nomina roce los mil euros, después de esperar más de treinta minutos un autobús que desde el primero de ellos sabía no iba a llegar, me decidí a patearme las calles y volver a casa andando.
Y en este paseo, ya les he puesto en antecedentes: huelga general, Madrid, once de la noche... me encontré con la Jessi, el Yonatan, sus primos y la madre que los parió a todos y todas (como dice la ministra de desigualdad) repartidos por los parques y las plazuelas haciendo un botellón de esos que cuando estás metido en ellos piensas que no hay más día que hoy, ni más copa que la que tienes en la mano. Carpe diem lo llamaría Estrada.
El caso es que ahí estaban, con sus pantalones cagaos, sus voces y sus risas, sus bolsas de hielos, sus piercings, sus copas y sus canutos endulzando el aire enfermo de esta ciudad, en una jornada de huelga general, días después de aprobarse una reforma laboral que los/nos condena a unas condiciones laborales propias del universo dickensiano, el día antes de aprobarse los Presupuestos Generales del Estado más austeros (¡Toma eufemismo!) desde que la democracia es el sistema de gobierno que dicen rige este país, como si la cosa no fuera con ellos.
Los maldije en voz baja. Como el amigo Arturo, pensé, con la musiquilla de la canción de Juan Luis Guerra sonando en mi cabeza aquello de ojalá que llueva napalm.
Y aún incrédulo por su comportamiento, por su absoluta ignorancia de la realidad en la que sin saberlo están metidos, en lo más profundo los envidié, como sé que envidió el hijo de puta del Arturo a la Jessi y al Yonatan, con todo su sillón T en la RAE y sus libros y sus premios literarios y su velero y su puto venado; porque ni él ni yo vamos a cumplir ya los veinte años, porque sabemos que no nos vamos a comer un mundo, que en aquellas noches de copas, alcohol y risas dábamos por seguro que nos comeríamos, no hoy, pero sí mañana. Y mañana se presentó de golpe, y nos pilló extinguiendo los vapores de la última resaca, y cuando miramos a nuestro alrededor solo vimos los barrotes que nosotros mismos habíamos puestos a nuestro alrededor y nos dimos cuentan entonces, sólo entonces, en ese maldito instante, que no teníamos las herramientas ni los huevos necesarios para tirarlos abajo.
Allí los dejé -mientras yo me debatía entre el dictador en potencia que todos llevamos dentro y que los exterminaría por decreto ley y el animal racional que se nos presupone ser- ajenos al ruido de sables, a las veces que en un futuro no muy lejano tendrán que agachar la cabeza y decir amen, con dios, lo que usted mande; condenados a convertirse en mano de obra barata y sin cualificar en cualquier país del norte de Europa, porque de éste, lo que se dice de éste, les acabará expulsando el hambre que nosotros, la generación que les precede, les vamos a dejar como herencia.
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viernes, 23 de diciembre de 2011

El señor de los anillos.

Dice Kirmen Uribe en Bilbao-New York- Bilbao que Lo que para los peces es el invierno, para las personas es la pérdida. Cada pérdida es un anillo oscuro en nuestro interior; y no puedo menos que doblar la esquina superior de la página y pararme a saborear la sentencia, al tiempo que comienzo a pensar cuántos anillos llevo en mi interior; cuántos anillos negros ha dejado la pérdida en mí como el invierno y el hambre dejan en las escamas de los peces y gracias a los cuales somos capaces de conocer su edad. No necesito mucho recapacitar para decir casi sin titubear que si me partiesen en dos, en mi interior habría perfectamente marcados tres anillos negros, rodeados tal vez de una serie de anillos blancos y grises. No les voy a decir a qué pérdidas corresponden mis anillos, poco importa, a pesar de que en ese mismo libro hay una cita de Elías Caneti que me anime a compartirlas. Di tus cosas más íntimas, dilas, es lo único que importa. No te avergüences, las públicas están en el periódico.  Hagan la prueba, miren con sinceridad dentro de cada uno de ustedes y pónganse edad. La verdadera, no la biológica. Dejen el carbono catorce, los años bisiestos y las correcciones horarias de lado y pónganse edad, con el corazón en la mano. Ahora miren a su alrededor y contemplen a sus semejantes. Díganme si no entienden la vida y a ustedes mismos mejor que hace tres minutos. Dadle las gracias a Kirmen y si aún no habéis escrito la carta a los reyes magos, pedidles un libro, tienen la capacidad de ayudarnos a encontrar y aceptar nuestros anillos negros al tiempo que los hacen más llevaderos.
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domingo, 2 de octubre de 2011

Aprendiendo a mirar.

Vengo a aporrear teclas, a intentar corroborar en propia carne aquello que dijese el bueno de Pablo Picasso de que la inspiración existe pero que debe encontrale a uno trabajando.
Inspiración versus transpiración que promulgara otro grande, Thomas Alva, el falso padre de esas bombillas incandescentes que a día de hoy pueblan -rodantes como pollos sin cabeza- los fondos de nuestros cajones, desplazadas por sus jovenes hermanas de bajo consumo.
La bombilla, ese simbolo de idea genial sobre nuestra cabeza, aquella luz, llamarada sagrada sobre las cabezas de los doce elegidos por el Rabí de Galilea.
La idea. La fuente de todo movimiento y acción. La manzana golpeando la cabeza de un melancólico Newton y que dio pie a todo un torrente de fórmulas físicas.
El punto de partida, el apoyo que pedía Arquimedes para mover el mundo. Ese punto es el que yo busco, el que todos buscamos, pero rara vez lo encontramos aún teniéndolo no ante nuestros ojos, sino en nuestros ojos. No estamos ciegos, es que no sabemos mirar, nos diría Saramago.
¿Así que de eso se trata? De saber mirar, de saber aguantar la mirada dentro de uno mismo sin temor a los monstruos que podamos encontrar en las profundidades de nuestro particular lago Ness. De aprender a mirar fuera, a los ojos espectantes que nos rodean y mantenerles la mirada, para encontrar en ellos la luz de una ilusión que llevar con nosotros el día que estemos preparados para sumergirnos en las aguas en busca de la criatura que en realidad somos.
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viernes, 29 de julio de 2011

Vacaciones

Las vacaciones asoman la patita, el blog reclama su lugar en mi mundo (en realidad venía haciéndolo desde hace tiempo, pero por tod@s es sabido que no hay mejor sordo que aquél que no quiere oir) y un servidor corre a su encuentro después de ocho meses sin teclear en los que pasaron tantas cosas importantes a nivel mundial y a nivel personal que ahora no me atrevo a echar la vista atrás ante el temor de dejarme las más importantes en el tintero, no por desmemoria, si no por pudor mal entendido.
Alzaremos la vista y miraremos al frente. A los 15 días de vacaciones por venir. A los libros acumulados en la estantería que engordan la lista de libros que leer, al tiempo disponible para hacer todo aquello que no nos atrevimos a hacer por no romper la fatídica pero cómoda rutina del dia a día. Días para cambiar el modo y el tempo de nuestra mirada, para recorrer la ciudad que habitamos y nos habita con otros pies y otra cadencia en nuestros pasos, no marcada por la tiranía del tic-tac del reloj que durante el resto del año lastra nuestras voluntades más que nuestras muñecas. 15 días para cambiar nuestro particular mundo. 15 días. 15. Bonito número. La niña bonita de un mes de mayo.
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jueves, 30 de diciembre de 2010

Cualquier tiempo pasado fue anterior

    Cansado como estoy de ver especiales sobre las noticias o las imágenes más importantes no ya del año si no de la década que abandonamos, saturado de especiales edulcorados y explotadores de la mirada suplicante de los que nada tienen, en todo medio de comunuicación posible, voy un paso más allá y me pregunto qué recordaremos de 2010 cuando llegue por ejemplo 2020. Si con el paso del tiempo nos seguirá pareciendo el annus horribilis que ahora se nos antoja. Mucho sospecho que no, que con el tic-tac del reloj se irán difuminando los matices y el polvo del tiempo irá depositandose sobre nuestras memorias para con 10 años más en la cartera, más recelos y una vez asumido lo irrealizable de nuestras actuales utopias, acabar recurriendo a aquello de cualquier tiempo pasado fue mejor e incluso quién sabe si no llegaremos a escuchar aquello otro que hace tan sólo unos días tuve oportunidad de escuchar en boca de una abuelilla de impecable permanente en un vagón de metro, pero cambiandole el sujeto de la acción,  para acabar por cuadrar el circulo al decir con Zapatero estas cosas no pasaban. Es lo que tiene el paso del tiempo, que uno acaba por idealizar el pasado hasta límites insospechados.
    Sin lugar a dudas recordaremos el gol de Iniesta como durante años hicimos con el de Zarra, nos parecerá igual de anacrónico al verlo en unas insípidas 2D, como insipido y lejanísimo se nos antojaba el remate en blanco y negro del erandiotarra. Dudo que recordemos algo más sin necesidad de forzar la memoria o tirar de emeroteca. No recordaremos el cierre de CNN+, Wikileaks nos sonará poco menos que a chino, de no ser porque igual para ese entonces ya seremos capaces de decir Nǐ hǎo con la misma soltura que hoy decimos hello. La actual reforma del plan de pensiones será algo que para entonces habremos asimilado y aceptado en el escaso tiempo que lleva pronunciar con resignación la frase ¿Y qué puedo hacer yo? Los mineros de chile, los famosos 33, aquellos que se rifaron las cadenas de televisión allá por el mes de octubre de este mismo año al regresar sanos y salvos a la superficie después de pasar 70 días sepultados en la mina San José, tendrán suerte si para entonces no han tenido que volver a las profundidades en busca de sustento. Irak y Afganistan seguirán existiendo, o en su defecto otros lugares del globo tomarán su relevo para dejarnos claro que poca cosa avanzamos a lo largo de esos futuribles diez años. O mucho me equivoco o África seguirá siendo África, ese continente que parece encontrarse debajo de la alfombra de este primer mundo nuestro y bajo la cual escondemos nuestras inmundicias y nuestras miserias. Creo que ya lo he dicho antes por aquí, pero Africa es mi utopia a largo, larguisimo plazo . El día en que Africa se levante y cualquiera de sus paises sea primera potencia mundial, entonces, sólo entonces, pasados diez o veinte años más, podremos decir sin miedo a equivocarnos y sin temor a sonrojarnos aquello de que cualquier tiempo pasado fue anterior pero no mejor. Hasta entonces rogaría no vengais tocándome los cojones cada año y vendiendome vuestro maldito espíritu navideño.
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miércoles, 22 de diciembre de 2010

No sé si es porque se acerca la navidad...

    No me pregunten porqué, pero la navidad suele ser una época propicia para hacer limpieza en el fondo de los cajones, tanto en los materiales como en los inmateriales, y estando en ello, he dado con ésto, escrito hace un año por estas fechas y que aún no recuerdo ni entiendo muy bien porqué no lo compartí en su dia. Imagino que no me parecería suficientemente bueno como para secarlo al aire, pero a dia de hoy, un dia igual de húmedo y gris que aquel de hace ya casi un año en que lo escribí, la maldita inspiración cotiza al alza y las no menos malditas musas, esas brokers sin alma de la imaginación, parece ser que me han rebajado su particular rating y se niegan a concederme más crédito. Va a tener razón Garcia Márquez, cuando dice en el libro Yo no vengo a decir un discurso, que el acto de escribir es tal vez el único que se hace más dificil a medida que más se practica.

    No sé si es porque se acerca la navidad, o tal vez –intento engañarme- se deba a que es viernes por la tarde, una tarde gris y apagada, que se escurre por un calendario en el que las aspas que tachan los días ya vencen a los intactos días que están por venir.
    El caso es que algo me empuja a escribir, un nudo me asfixia las palabras que gota a gota salen de mis dedos, y no es tristeza, igual –no lo sé- es melancolía.
    Ayer terminé de leer Mañana no será lo que Dios quiera, igual aún mi piel está impregnada de su esencia, igual la lluvia y el viento del Naranco han llegado a Madrid entre sus páginas. Igual no, quién lo sabe.
    El caso es que leyendo libros así es imposible que a uno no le entren ganas de ser un Ángel González o un Luis García Montero para hacer un monumento a la palabra bien escrita, y escribir y leer y volver a escribir para poder volver a leer.
    Hay guerras que no deberían ser vividas y hay penas que no deberían ser sufridas, pero si el fruto de esas penas y de esas guerras son un buen libro y unos poemas como los de Ángel González, igual el sufrimiento sirvió de algo, que no la guerra.
    Ahora sé que nunca escribiré como Ángel Gonzalez y en el fondo me alegro por ello, porque yo afortunadamente no tuve que vivir lo que a él le tocó vivir siendo aún niño, no sufriré el hambre y el frío de una guerra, no perderé un hermano en ella, no caerá sobre mi familia el rencor y las malas artes del vencedor sobre el vencido. Ahora sé que para escribir sobre los estragos de una guerra no hay como haberla sufrido.
    Lo curioso del caso es que todos los días, cuando salgo del trabajo, en el autobús que me acerca a casa, paso por la plaza de San Juan de la cruz, en la cual se encuentra un bar/cafetería con un nombre peculiar, Kon-Tiki, creo que desde el primer día llamó mi atención, no sólo por el nombre; me pareció un lugar acogedor y tal vez distinguido, lo que yo por aquel entonces no sabía es que esa cafetería era una dependencia más de la casa de Ángel González, que en ella pasaba las horas, y ahora lo que me aprieta por dentro es el saber que igual uno de esos muchos días en los que yo pasé por su puerta, él estaba ahí, tomándose su whisky on the rocks, sentado en la barra, acompañado de su padre y su abuelo materno, muertos de muerte imposible como ahora lo es él. Me he prometido que una de estas noches, al salir del trabajo, me voy a apear del autobús en la parada de San Juan de la cruz, voy a entrar al Kon-Tiki y me voy a tomar un whisky en honor a don Ángel González, igual, quién sabe, como buen muerto de muerte imposible, me pide un trago.



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